La insólita conducta de un perro errante que usa la ruta de Transmilenio pone a prueba el fallo de la Corte sobre el derecho de los animales al transporte público.
Un perro callejero sin aparente dueño irrumpe afanado en la estación de Humedal Córdoba, en la ruta Transmilenio Suba. Los cientos de pasajeros que congestionan a toda hora el transporte urbano más grande y conflictivo del país miran con asombro al intruso animal que busca entre el ajetreo una de las puertas de acceso del bus que se acerca.
Esquiva indiferente a los demás, al igual que las personas entre sí con sus rostros apretados y desconfiados. El perro se escurre por entre las piernas de los usuarios que intentan ingresar como animales al articulado, al igual que el perro. Nadie lo espanta ni dice nada, a pesar de los gestos de inconformidad.
Su instinto le dice que será imposible colarse a los buses entre semejante despelote, y sale disparado por el tropel bullicioso del corredor metálico. Se desliza por un resquicio y deja atrás a un tumulto de personas malgeniadas, sin saber si es por un transporte que intimida o por el “perro insolente” que se atreve a ingresar a un lugar pensado para la gente.
Trotamundos en celo
El aspecto del perro es natural y saludable, pero ante la elegancia y distinción de los perros de hoy parecería indecente y vulgar: raza criolla, tamaño medio, color ocre y negro oxidado por el sol y la lluvia, orejas torcidas por la tensión emocional de la urbe, y patas erosionadas por el uso callejero que se bambolean en un peculiar vaivén musical producto de algún ‘tiestazo’ que le dislocó su andamiaje.
Nadie sabe si su apariencia es el resultado de su trajín o si es su naturaleza vagabunda. Desde el 2011 hace el mismo recorrido, de la estación San Martín al portal de Suba. Su romería empezó justo un par de meses después de que la Corte decretara que los perros podían usar el transporte público acompañados de un responsable, pagando pasaje, usando collar y carnet de vacuna.
De pronto se desapareció y nadie supo más de él. Un año y medio después ha vuelto a la misma ruta. Se le ve más ansioso y flaco, pero con el mismo ímpetu. Ahora pone en jaque a los magistrados que redactaron el histórico fallo: sigue sin amo, no paga pasaje, no usa collar, no tiene carnet de vacuna, y va tras la persecución de algo a lo que parece no estar dispuesto a renunciar.
El anuncio de la Corte causó alboroto en un principio entre quienes no están de acuerdo compartir un espacio caótico y habitado por el miedo con animales que, además de encimar más incomodidad donde ya es insoportable, podría ser peligroso por la exhibición de perros agresivos sin bozal y sin correa. Dos años después de la norma es raro ver animales en Transmilenio, y ya nadie protesta. La excepción es el canino trotamundos.
“Está igual de loco que antes”, dice uno de los policías auxiliares que también conoce su historia y se sorprendió con su fantasmal regreso, pues se dijo que un anciano de aspecto descuidado se encariñó y lo adoptó como mascota. El Auxiliar agrega que ha tratado de calmarlo llamándolo por nombres genéricos de perros machos sin pedigrí, como sultán, trostky, general.., pero es indiferente, incluso a los silbidos y seseos con los que responden todos los perros de este lado del mundo.
Las pistas más creíbles de su misteriosa conducta las revelan las señales visibles de ser un desposeído a la caza de alguien: un amo que lo perdió por los avatares de la capital, un amo que le abandonó adrede entre el gentío, un acucioso abogado retando a la norma. O tal vez una perrita con amo y pedigrí que lo arrebató en pleno celo y desde entonces no cesa en la inquebrantable búsqueda de su esquiva pareja.
El evidente olvido de sí mismo, su desinterés por las personas y su inapetencia hacen pensar que el ‘flechazo’ de alguna hembra es la razón de su incansable persecución. “Seguro está enamorado, porque nunca come”, dice riéndose el Auxiliar que le llevaba comida, pero al ver que no le paraba bolas dejó de hacerlo. “Y si está enfermo, es de amor”, termina diciendo.
Ese mismo éxtasis del perro ha privado al retraído policía de intimar con él para mitigar su solitaria labor en medio de tanta gente apurada y ensimismada, pero el perro lo ignora, al igual que la gente. “Nunca está tranquilo y no se deja acariciar”, dice con nostalgia.
Entonces cambia su ánimo quebrado recordando que una empleada del servicio le contó sobre una señora perfumada que siempre viste de negro y frecuenta la misma ruta con una perrita de lazo violeta y el mismo aire petulante de la dama. “De pronto esa es la enamorada que lo tiene así”, y sonríe con resignación.
En el tropel por ingresar a los buses la gente no sabe si azuzar al “animal asqueroso” o exigirle al policía que lo saque, pero la ira se desvanece en el prudente silencio capitalino. “Un señor me dijo que lo sacara a patadas, pero creo que hay una norma que los protege”, dice el Auxiliar que advirtió la extraña conducta de “un perro que no se mete con nadie y es la mascota de la ruta”.
Un bus se detiene repleto y al abrir las puertas se abalanza un gentío que termina aplastado. El perro llega corriendo y suelta un par de ladridos con carácter, siempre con carácter. Se aleja sin apuros hacia el otro costado, voltea y ladra de nuevo, reiterando su frustración. Los alterados pasajeros que tampoco pudieron ingresar vuelven su mirada al perro con gesto de impotencia y murmuran entre dientes, sin darse cuenta que en el fondo hacen lo mismo que el animal.
El perro husmea un bus que se acerca aunque todavía no aparece a la vista. “El sabe cuando se acerca un bus y se desespera”, explica el Auxiliar, y asegura que prefiere la puerta central, tal vez “recordando el lugar por donde vio la última vez al amor que le sacudió sus entrañas”, como dice con picardía una curiosa de la conducta de los perros.
El animal humano
El bus llega y el perro ‘corona’ un cupo. Una hora después entra como ‘Pedro por su casa’ a la estación de Puente Largo, pero con el mismo andar preocupado. Una joven hace de fotógrafo ocasional y con su celular captura la curiosa imagen ante la respuesta irónica de los demás. Un agente de Policía demuestra su autoridad lanzándole violentos zapatazos, pero el animal los esquiva con mecánica pericia, como acostumbrado a sortear los conflictos humanos de siempre.
El Policía insulta al cronista y a la joven y les obliga a salir de la estación. No sabe en su ignorancia que está frente al dilema de hacer cumplir el derecho constitucional del perro a no ser maltratado, mientras le plantea a la Corte si el propósito del ingreso de los animales al transporte público obedece a un derecho razonable o solo satisface el capricho de los amos en su intento de humanizar inútilmente a los perros.
Horas más tarde un señor ingresa a la estación de Gratamira con un perro de figura tan extravagante para los de su especie que hace olvidar que es un perro. Es un peluche de color castaño, rizos plateados con peinado de peluquería, lazo rojo, camisa fucsia, medias negras y una correa de destellos dorados. “Tan hermosa y tierna la niña”, dicen algunos con una insulsa sonrisa que en realidad no va dirigida al animal sino a su engreído dueño.
El amo le da consejos a su mascota para que se comporte “como la gente educada”. Los lelos admiradores le regalan a la “niña” un gesto de adulación muy humana. Nadie se extraña del trato tan afectuoso hacia el animal en un lugar irónicamente matizado por la frialdad y la ausencia de calor humano. El Auxiliar se encoge de ánimo y mira afectado a su compañero y le hace gestos amistosos para llamar su atención, pero el perro tiene su mirada fría y desafiante ante la escena que acapara la atención de todo el mundo.
La relación de este amo con su delicada mascota no parece inspirada en la sana intención del hombre con los animales, tal como aseguran los estudiosos en trastornos de la personalidad moderna, sino que sirve de pretexto para rehuir a las conflictivas interacciones humanas, para buscar compañía como medio protector, para salvar la irritante cercanía de los demás, o como alivio transitorio ante la dolorosa incapacidad natural de dar y recibir amor de las personas.
Ninguna autoridad le pide a este amo el certificado de vacuna de su mascota para no poner en riesgo la salud de los pasajeros, como lo advierte la Corte. Desde un rincón, el perro sigue inmóvil como una estatua y su mirada es intimidante. Da la impresión que de un momento a otro hablará… Entonces suelta un ladrido sonoro y seco. Todos vuelven la mirada y el animal les da la espalda y se aleja con su coqueto caminar. “Qué tal, el chandoso envidioso”, dice una joven de peinado estrafalario entre risas burlonas.
El vagabundo entra a un bus medio lleno y enseguida se sienta al lado del conductor. El joven soba a su amigo sentado con nobleza y de paso le saca una relajante sonrisa que, según él, es cada vez más rara en la agotadora labor diaria de transportar una marejada humana indolente y desbocada por entrar a los buses al igual que las bestias, como si se hubiera anunciado, por fin, la inminente evacuación de la asfixiante ciudad de ocho millones de habitantes y más de un millón de perros.
Alguien rompe el tenso silencio con abucheos y todos le remedan. No lo hacen por la polémica decisión de la Corte sino porque es “un perro feo y sin dueño”, como dijo una señora mirando con asco al animal. El perro, que vive en el mundo real de los perros y no ha sido despojado de su instinto para ser esclavo de la personalidad de un amo, no se inmuta. Reconoce bien el tono amargo de las personas. No sabe adular para reclamar una lástima que para él ya no tiene sentido.
Sabe que lo único que aquieta su desenfreno no puede venir de ningún sentimiento humano sino de otro animal como él. Tal vez de la hembra que lo aniquiló y debe encontrar y poseer cuanto antes para alivio de su vida de perro libre y feliz, aunque solitario y sin una compañera para compartir, mientras al otro lado, en la ciudad fría, el amor inspirado en el bien se ha vuelto insoportable y las personas se hacen cada vez más solitarias.
Los pasajeros siguen presos del mal genio con sus gutureos inentendibles. El errabundo en celo se inquieta de nuevo, levanta la cabeza, aletea su hocico húmedo y sale disparado a la puerta central para bajarse en la próxima estación. Jadea con desesperación. El corazón se le quiere salir. Hay algo familiar en el aire…
Por Uriel Ariza-Urbina, colaborador de Soyperiodista.com
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