Desde las montañas de Antioquia Llanogrande
Por: Ruben Darío Arcila
Por: Ruben Darío Arcila
En mis tiempos era el rey de la fanfarria. Pacheco fue más popular que el Ponqué Ramo. Dios de la fantasía y el espectáculo. Una identidad nacional como el vallenato, las serenatas o el despecho. El genio de la lámpara, el ídolo de niños y adultos. (“Vivir sin ego es tan imposible como vivir sin hígado o sin pulmones. El que se sube a un escenario tiene que creerse el centro del mundo).
No en vano, repitamos todos en coro, ha sido el personaje más querido y recordado de la Televisión colombiana: sencillo y accesible. Con su carisma y calidez, desacartonó el oficio de presentador.
Lo conocí en el autódromo de Tocancipá cuando los niños le metían sapos y ranas entre los bolsillos, en las mañanas dominicales de Animalandia. Yo caminaba despistado por el potrero esperando iniciar la transmisión para RCN de la última etapa en la Vuelta a Colombia de 1974. El consagrado animador, a quien nunca había visto en persona, me pilló entre el público y en un santiamén vi las cámaras haciéndome el seguimiento, sacándome del anonimato a solicitud de Pacheco: “Usted, si…Usted, venga para acá. Si, si…es a usted que le estoy hablando”. Sin poder disimular el susto, subí al escenario donde me presentó con full fanfarria prodigándome todo tipo de bendiciones. (¿Y a este señor bigotudo, de ojos saltones, ganador de durísimos premios de montaña fuera de categoría, en la cumbre de su genialidad, quién le sopló que yo existía? Cosa que me pregunté el resto de mi vida pues no logro olvidar tal presentación en sociedad con semejante mentor por televisión).
Las piruetas suicidas de Pacheco lo llevaron a meterse en una jaula con varios leones, a caminar sobre un elefante, hacer de torero, tirarse en paracaídas. En el mismo autódromo, dos años después de nuestro primer encuentro, empezaba a levantar vuelo el helicóptero de RCN y sin saber por qué, la nave se vino a pique con el personaje a bordo. Me tocó narrar el percance en directo. ¡Que totazo! El aparato lo encontramos estrellado en uno de los predios vecinos y Pacheco…¡se escapó de milagro!. Álvaro Ruíz, el hombre feliz, no quiso aceptar ese día la invitación a volar y en su reemplazo subieron como locutor a Iván Zapata Isaza, quien no perdía oportunidad para recordar la experiencia.
Ninguno llena como Pacheco un período tan prolongado, tan rico y con tan elevado nivel en nuestra pantalla chica. En los días que vivimos, la creación y destrucción de mitos es un proceso rápido, cada vez más. En la televisión sí que es cierto, pues se producen a la velocidad de la luz. Las estrellas televisivas pasan de embrión estelar a supernova en poco tiempo. Luego, tras su explosión final y prematura, muchos duran años, décadas incluso, viviendo la triste vida de una estrella enana, demasiado fría para dar calor a ningún planeta, demasiado pequeña como para tener sus propios satélites. Terminan convertidas en un planetoide mínimo y olvidado por todo el mundo.
Parodiando a Jorge Luis Borges, repitamos todos en coro frente a su tumba: “Habrá otros animadores, otros programas de concurso, otros melodramas y otra televisión. Todo eso cambiará. Pero no cambiará, no cambiaremos los que de verdad te conocimos. Porque nosotros, Pacheco, ¡también cambiamos contigo¡”
“No estoy seguros si Pacheco dejó los medios…o los medios lo dejaron a él”, sentenció El Gordo Benjumea. El ego es un hábil actor que a veces se disfraza de vanidoso y otras de humilde; a veces de ladrón y otras de santo. Pacheco enfrentó su lucha solitaria en los últimos años con ese farsante del ego, imposible despojarse de él, sin mujer, sin hijos y sin aplausos.
Rubén Darío Arcila – Rubencho. Desde las montañas de Antioquia – Llanogrande 2014
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