Después de la llegada de Gobiernos progresistas apoyados por los movimientos sociales, América Latina intentó transitar hacia nuevos modelos de desarrollo con la ayuda del buen vivir, con resultados poco claros. En este artículo revisaremos cómo fue la llegada de dichos Gobiernos, así como la incorporación del buen vivir dentro de sus Constituciones, con especial énfasis en la contradicción existente entre el extractivismo y la conservación de la naturaleza.
A principios de los noventa, América Latina comenzó a vivir una transición de la mano de nuevos actores de la representación política, quienes, tras haber pasado por los ajustes estructurales de la década perdida, comenzaron a reclamar nuevos derechos sociales y más espacios en el campo de la política institucional. Estas nuevas agrupaciones se caracterizaron por tener un perfil popular, nacionalista y en abierta oposición a las medidas implementadas por el Consenso de Washington. No obstante, su principal rasgo era su fuerte vinculación con la tierra y los bienes comunes de la naturaleza.
Ya desde 1985 el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra de Brasil comenzaba una ardua lucha en contra de los agronegocios y la agroindustria que atentaba contra la agricultura campesina. Pero no fue hasta 1994, con el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional en México, que la lucha sociopolítica se articuló de lleno con los conflictos por la naturaleza y la autodeterminación de los pueblos.
Para ampliar: “Una década en movimiento: luchas populares en América Latina en el amanecer del siglo XX”, Massimo Modonesi y Julián Rebón, 2011
No obstante, los casos más notorios durante este largo ciclo de movilizaciones fueron los de Bolivia y Ecuador. En el primero, los manifestantes de la guerras del agua —2000— y el gas —2003— obligaron al presidente Gonzalo Sánchez Lozada y su sucesor, Carlos Diego Mesa Gisbert, a renunciar a sus puestos como mandatarios. En Ecuador, fueron Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez Borbúa los que tuvieron que dimitir ante una sociedad que exigía soluciones para la crisis económica que atravesaba el país desde la década de los ochenta.
En total, cerca de 18 presidentes fueron destituidos constitucionalmente o derrocados por golpes cívico-militares en América Latina desde 1991. No obstante, a diferencia de los golpes de Estado vividos durante la década de los sesenta y setenta, estos no fueron protagonizados por militares, sino por organizaciones rurales y urbanas conglomeradas alrededor de grandes movilizaciones sociales en contra del neoliberalismo y en defensa de la tierra.
Nuevos actores, nuevas Constituciones
En gran medida, fue gracias al ciclo de protestas que los Gobiernos progresistas se instalaron en todo el continente —a excepción de México, Colombia y Perú—. Se daría así el giro latinoamericano hacia la izquierda y la consiguiente entrada de nuevos actores de la representación política al escenario constitucional. Es a partir de este momento que muchos movimientos sociales comienzan a institucionalizarse, lo que da lugar al empoderamiento y surgimiento de organizaciones como la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuadory el Movimiento al Socialismo – Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos en Bolivia.
Para ampliar: “Reflexiones sobre los procesos de institucionalización de los movimientos sociales en la nueva etapa de Nuestra América. ¿Repliegue o ascenso de masas?”, Paula Klachko, 2015
Estas nuevas organizaciones buscaron incidir dentro de la gobernabilidad de sus respectivos países, con resultados poco claros. Por una parte, los antiguos miembros de los movimientos sociales accedieron a puestos claves en la política, desde donde pretendían hacer las modificaciones constitucionales prometidas por los Gobiernos progresistas a través de asambleas populares que reivindicaban la autonomía de los territorios y la capacidad de la población para gestionar los recursos dentro de estos. Por otra parte, se inauguró un nuevo debate concerniente a la abundante riqueza natural de América Latina, lo que trajo una serie de dilemas éticos, políticos y sociales con respecto a la administración de los beneficios y los derechos de la naturaleza.
Históricamente, la región se ha caracterizado por mantener un modelo de producción primario exportador dependiente de divisas, que devino en una lógica de acumulación difícil de romper, incluso para los nuevos actores políticos que buscaban desmercantilizar los bienes naturales a través del buen vivir. Este concepto, proveniente de las poblaciones indígenas de los Andes, “plantea una cosmovisión de armonía de las comunidades humanas con la naturaleza en la cual el ser humano es parte de una comunidad de personas que, a su vez, es un elemento constituyente de la misma Pachamama, o madre tierra”.
Parecía lógico que, dentro de las agendas de economía heterodoxa e inclusión social de los Gobiernos progresistas, el buen vivir permeara la nueva realidad nacional. En los casos de Bolivia y Ecuador, se convirtió en uno de los ejes fundamentales de la política económica, con el fin de gestionar y distribuir los beneficios entre los más necesitados. Constitucionalmente, el buen vivir se presentaba como una novedad sin precedentes y, en ocasiones, opuesta al pensamiento occidental por su forma de organización a través del Estado republicano y los mecanismos de asignación de recursos por parte del mercado moderno. Más aún, en el caso ecuatoriano, hizo de la naturaleza sujeto de derechos al mismo tiempo que reconocía sus ciclos de restauración, lo que replantearía los patrones de desarrollo económico seguidos hasta el momento.
Para ampliar: “El derecho al medio ambiente”, Lorena Muñoz en El Orden Mundial, 2017
Este concepto fue planteado de manera diferente dentro de las Constituciones de los países andinos. Mientras que Ecuador centraba su atención en los derechos de la naturaleza y sus formas de explotación, Bolivia lo hacía en la plurinacionalidad del país, es decir, en el reconocimiento de todos los grupos indígenas habitantes del territorio como agentes activos de la política. No obstante las diferencias, los avances constitucionales motivados por el buen vivir fueron significativos para la política en ambos países y permearon el imaginario social de Venezuela, Brasil, Argentina y Uruguay.
Sin embargo, aún quedaba pendiente la tarea de resolver los problemas económicos de la región, lo cual llevó a los Estados a configurar proyectos de extracción masiva de recursos naturales con el fin de sacar rápidamente de la pobreza a sus poblaciones, pero, sobre todo, motivados por el alza de los precios de las materias primas. Rafael Correa, entonces presidente de Ecuador, declaró al respecto que “la miseria no puede ser parte de nuestra identidad, y no podemos ser mendigos sentados en un saco de oro”; con ello daba una primera justificación a las actividades extractivas de la región.
Del extractivismo al neoextractivismo
Después de 2008, América Latina lucía bien a pesar de la gran crisis mundial, en gran medida gracias al incremento en la demanda de los productos primarios exportados del continente. Este escenario representó una gran oportunidad para que todos los países de la región colocaran sus bienes en el mercado internacional a precios considerablemente altos, lo cual impulsaría la llegada de cifras récord de inversión extranjera directa, así como la instalación de empresas transnacionales, como megamineras, agroindustrias y petroleras.
No se puede decir que el extractivismo fuera desconocido en la región, pero, a diferencia de lo ocurrido en siglos pasados, las innovadoras técnicas para la obtención de recursos dieron paso a una larga discusión sobre el concepto. Durante esta nueva etapa, el extractivismo se definía por cuatro variables: el volumen de recursos extraídos, su poca o nula transformación, la intensidad de las técnicas utilizadas —su impacto ambiental— y el destino final de los productos. Así, cualquier recurso natural es susceptible de extractivismo siempre y cuando sea explotado en volúmenes altos, con poco o ningún procesado, haya dañado significativamente el medio ambiente y se dirija al extranjero.
Este tipo de actividades pueden ser impulsadas tanto por iniciativa privada como pública. En el primer caso, se trata de un tipo de extractivismo clásico, en donde son las empresas transnacionales las más beneficiadas, mientras que en el segundo es el Estado el encargado de capitalizar la mayoría de las ganancias. Es precisamente aquí donde aparece el neoextractivismo como una técnica de los Gobiernos progresistas para eliminar la pobreza justificada por los grandes beneficios de la venta de recursos naturales en el extranjero, la generación de empleo, la llegada de capital extranjero, la creación de cadenas de valor y la dinamización de la economía en su conjunto.
Para ampliar: “Extracciones, extractivismos y extrahecciones”, Eduardo Gudynas, 2013
Estas técnicas, aparentemente buenas para la economía, entraron en contradicción con la política que apoyaba el buen vivir como nuevo marco de convivencia, ya que, para muchos de los movimientos sociales —que hasta entonces habían apoyado a los Gobiernos—, la visión de un mundo económico en armonía con la naturaleza era imposible bajo la sombra del extractivismo. Es así como aparecen las primeras grietas del nuevo sistema político, que, en su intento por solucionar la pobreza obteniendo ingresos extraordinarios en el mercado internacional, desregulaban, modificaban y condonaban las actividades extractivistas de la región.
En este escenario contradictorio, la asamblea constituyente ecuatoriana reconocía los derechos de la naturaleza al mismo tiempo que aprobaba leyes mineras y Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos, empresa nacionalizada por Evo Morales, proseguía con las actividades que en su momento dieron inicio a la guerra del gas. Otros Gobiernos de izquierda, como el argentino, uruguayo y brasileño, también participaron del extractivismo con la ampliación de la frontera de los agronegocios y los alimentos transgénicos en tierras amazónicas —la llamada República de la Soja—.
Los Gobiernos conservadores no se quedaron atrás. En Perú las solicitudes para actividades mineras crecieron un 84% en 2011, en Colombia la inversión extranjera destinada a la minería aumentó casi un 500% entre 2002 y 2009 y en México el entonces presidente Felipe Calderón impulsó la reforma energéticaconcluida por su sucesor, Enrique Peña Nieto, en la que ya se contempla el desplazamiento de comunidades en territorios de interés nacional para aplicar la fractura hidráulica —fracking— como método de extracción de petróleo no convencional.
Para ampliar: “Orígenes, auge, ofensiva y crisis. Historia del modelo extractivo exportador”, José Seoane, 2016
Las contradicciones del modelo
Prácticamente todos los Gobiernos latinoamericanos apostaron por el neoextractivismo como motor para desarrollar sus economías. Sin embargo, el patrón de explotación fue particularmente sorprendente en los países alineados con el buen vivir, lo que creó una nueva oleada de protestas en oposición a dichos proyectos y a los Gobiernos que los avalaban.
En su vertiente más amable, los Gobiernos reconocían el impacto ambiental y social del extractivismo, pero lo consideraban una externalidad, un sacrificio con el que debían cargar las comunidades en aras de la nación. Esta situación situaba a las sociedades en una auténtica paradoja que se debatía entre la destrucción de la naturaleza y la lucha contra la pobreza. No obstante, uno de los problemas centrales de este modelo de desarrollo, además de reprimarizar las economías, es que los costos socio-ambientales que generaba parecían superar las ganancias obtenidas en el extranjero, con lo que se desvanecían los beneficios a medida que caían los precios de las materias primas.
Más aún, las estrategias de violencia y desplazamiento forzado ejercidas sobre las poblaciones ocupantes de territorios ricos en recursos naturales llevaron a que una parte de la sociedad civil retirara su apoyo a los Gobiernos progresistas. Prueba de ello y de la falta de respuestas contundentes a la pobreza es el hecho de que actualmente solo un puñado de estos Gobiernos sobrevive en la región.
A todo esto se suma que el discurso del buen vivir en su vertiente económica ha sido ignorado. La naturaleza es explotada a gran escala y sus ciclos de recuperación son pasados por alto. Además, se acusó a los Gobiernos de haber tergiversado las ideas del buen vivir, incluso de haber vaciado el concepto de todo su contenido para adaptarlo a las pautas de los mercados internacionales, con lo que se despojaba a las comunidades de una poderosa herramienta de cambio social.
Siendo así, el proyecto del pachamamismo presenta claroscuros. Por una parte, en el ámbito económico, las ideas del buen vivir fueron subsumidas bajo la lógica de acumulación tradicional, revestida en el siglo XXI bajo el nombre de neoextractivismo. Por otra parte, en el ámbito político, estas ideas permitieron la visibilización y el acceso al poder a comunidades históricamente marginadas del escenario político formal.
No obstante, a pesar de las mejorías en los indicadores de pobreza, el modelo no estaba diseñado para perdurar: tras varios años de bonanza, la caída que atraviesa actualmente el continente se vive con más intensidad en vista de las expectativas generadas y no cumplidas. Después de todo, el neoextractivismo solo es una solución paliativa para una pobreza de corte estructural, histórica, diferenciada y profundamente instaurada en una población heterogénea.
Lecciones por aprender
Las economías extractivistas han demostrado tener limitaciones para generar un desarrollo sostenible al considerar el crecimiento como un fin en sí mismo. No es posible crear un modelo de desarrollo basado en la exportación de productos primarios, así como tampoco construir una sociedad basada en el buen vivir sin asegurar la supervivencia de la naturaleza. El buen vivir sigue siendo un concepto en construcción que, además de recuperar las enseñanzas de las comunidades indígenas, se fortalece con algunos postulados de la teoría crítica occidental. Gracias a la combinación de ambos han surgido nuevas propuestas y alternativas para solucionar la contradicción entre buen vivir y extractivismo.
No se trata de sacrificar a la población en aras de conservar la naturaleza. Tampoco se puede percibir esta como una bolsa de recursos infinitos para alimentar la economía. Es necesario encontrar un punto de equilibrio entre el desarrollo y el cuidado en el que las comunidades puedan participar activamente no solo en el campo de la política, sino también en el de la economía.
Actualmente, los actores sociales latinoamericanos tienen una importante tarea por delante: construir activamente un nuevo paradigma de desarrollo sostenible, plural y en equilibrio con la naturaleza, sobre todo en una época en la que el calentamiento global antropogénico hace sentir su presencia con más fuerza que nunca. Sin lugar a dudas, el buen vivir aún tiene muchas cosas que mostrar. Su ambiciosa apuesta puede ser la clave para crear nuevos patrones de desarrollo con relevancia internacional y, en el caso latinoamericano, el camino para romper con siglos de dependencia estructural al mismo tiempo que se supera la pobreza.
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